La luz de la luna penetraba por la ventanita iluminando su rostro, mientras permanecía petrificada en la oscuridad de la habitación observando a través del cristal, esperando, como siempre, alguna señal. Habían transcurrido muchos años desde que pasó por allí aquel príncipe que le enseñó a caminar por el arco iris, que le condujo a verdes parajes colmados de flores hermosas, que le recitó poemas de primer amor, que le llenó de besos y abrazos tan hondos e intensos que aún permanecían clavados en su alma, que la llevó de la mano al edén de los que se aman, hasta que un día se la soltó para dejarla caer al pozo del desconsuelo.
Pero ella seguía esperando a su príncipe, tenía la certeza de que un día regresaría, igual que el primer día, a lomos de un caballo tordo de largas crines plateadas. Por eso, cada noche colgaba sobre el quicio de su puerta un farolito azul que guiara a su amor hasta ella, luego entraba en su pequeña casa, se ponía el vestido blanco con el que él la conoció, cepillaba su melena negra, se prendía una rosa blanca al pelo, apagaba todas las luces y se dejaba acompañar por la minúscula llama de una vela. Se acercaba a la estrecha ventana que miraba hacía el camino de piedras, descorría las cortinas y se sentaba en su silla de anea a observar serenamente la noche. Y así, era testigo de cómo la luna iba atravesando todos sus ciclos, mutando progresivamente cada semana: menguaba, se vaciaba, crecía y, por fin, se manifestaba en toda su plenitud mostrando sus grandes ojos y la mejor de sus sonrisas a su expectante admiradora, quien regalaba piropos a la diosa astro que la magnetizaba (“¡pero, qué cara tan bonita tienes!”). De esta manera, iban pasando los calendarios, las estaciones, los años…y ella seguía esperando sentada en su silla de anea, con su vela, su flor en el pelo, su vestido blanco, su rostro invadido de luz de luna, su farolito azul en la puerta y su corazón encogido, suspendido de una pregunta: “¿sabrá encontrarme de nuevo?”.
A pesar del tiempo, la esperanza no la había abandonado, aunque hubo muchos intentos de matarle la ilusión por parte de personas que habían visitado su casa, personas incrédulas, escépticas, hastiadas por la vida y yermas de fantasía. Pero ella seguía tenaz con su empeño de nutrir y mimar su fe para que no muriese y se decía –“el día que mueran mis sueños, moriré yo con ellos”-. No obstante, algo sí se había ido transformando, la imagen que ella conservaba de aquel príncipe ya no se ceñía al patrón original, ni siquiera era capaz de recordar con exactitud el color de su pelo y sus ojos, ni la forma de su cuerpo, ni su andar, ni su voz, ni sus facciones… Era como si el paso del tiempo hubiera erosionado los rasgos más visibles, desdibujando poco a poco la imagen del príncipe hasta convertirlo en una esencia, en una emoción fuertemente arraigada a su corazón.
Un día, sin saber por qué, allí sentada, en su nocturna espera, cayó en la cuenta de algo: no recordaba cómo era la luz del sol, ¿cómo era posible?, había olvidado la sensación que producía el sol en su piel, la claridad de su reflejo en las fachadas blancas y el canto de los pájaros ante su majestuosidad. Era terrible, ¿cómo había podido permitir que la luna la embrujara hasta alejarla así del sol?, se había convertido en un ser crepuscular, viviendo entre las tinieblas de una cárcel autoimpuesta. No podía continuar en esa dirección, olvidando otras luces distintas a la lunar, la del farolito azul o la de su mortecina vela, sabía que existían otros resplandores muy hermosos porque los había contemplado alguna vez en su pasado y para volver a ellos tendría que enfrentarse a la claridad del día. Y así fue cómo, esa misma noche, decidió alargar su espera unas horas más, resistiéndose a la tentación que Morfeo le brindaba; y así fue cómo despidió a la luna con un beso lanzado a su cara bonita y se dejó acariciar por el amanecer. Al principio no podía tolerar el brillo del sol, teniendo que cerrar los ojos, pero gradualmente fue consiguiendo mantenerlos bien abiertos y contemplar el maravilloso espectáculo que le ofrecía aquella ventanita. Deseaba mucho más, quería absorber toda la belleza que se derramaba ante ella, quería participar de la orgía a la que le invitaba la naturaleza esa mañana y se lanzó hacia la puerta sin pensarlo dos veces. Se sumergió en el exterior, dejándose hacer el amor por la primavera que se abría paso sin pudor alguno y que, como un apasionado amante, la poseía vehementemente, envolviéndola de frescura, de olor a hierba, de brisa de espliego, romero y tomillo, de polen de flores, de trinos y gorjeos de pajarillos coloridos y del fuego dorado del sol.
Casi levitaba extasiada por esta experiencia cuando, repentinamente, un ruido inesperado le hizo regresar a la realidad. Frente a ella, en el camino de piedras un peregrino trabajaba afanado retirando guijarros del sendero. Después de unos minutos lanzando piedras a los lados, paró a descansar sentándose sobre una pequeña loma verde. Vestía ropas sencillas y limpias y tan sólo portaba un pequeño hatillo con lo imprescindible para su tránsito: agua, comida y un pequeño diario donde se disponía a anotar algo cuando se percató de la presencia de la curiosa observadora. El paseante dirigió su mirada hacia ella abriendo unos hermosos ojos azules que parecían querer desnudarle el alma y entonces, sin más, dijo: -“¿quieres ayudarme?”-, -“¿a qué?”- respondió ella, -“a limpiar el camino de piedras”-, manifestó el caminante, -“lo siento, pero no tengo tiempo, debo esperar a mi príncipe, puede estar al llegar y debo mostrarle el camino hasta mí”-, replicó la muchacha del vestido blanco. El peregrino se detuvo unos instantes observándola con compasión: -“¿pero no entiendes que jamás podrá llegar hasta ti, si no apartas todas las piedras del camino?, estas piedras son obstáculos que frenan el avance de tu amor, de tu felicidad y de tu futuro, se han ido depositando aquí durante años cerrando el acceso a todos los príncipes, mientras tú esperabas sentada. Yo puedo ayudarte a despejar la vereda, retirando las piedras hacia los lados, pero al cabo de un tiempo se colocarán de nuevo en el centro, sólo tú tienes el poder para destruirlas por completo y sólo con tu fuerza el sendero permanecerá iluminado y claro”-.
Las palabras del mensajero lo volvieron todo transparente y su universo recobró por completo su sentido, ¡parecía tan fácil ahora comprender cuál era su misión!, nada más lejos que seguir esperando sentada. Debería comenzar a luchar por levantar sus barreras, las que le alejaban de su verdadero objetivo, tanto tiempo observando aquellas piedras creyendo que serían las que le traerían a su amor, cuando eran ellas mismas las que bloqueaban su paso. Y empezó su labor al lado del caminante, juntos desclavaron, una a una, todas las rocas, algunas se resistían más que otras, algunas ocultaban pequeños bichitos debajo, algunas pesaban demasiado, algunas arrancaron lágrimas a su propietaria al despedirse de ellas, pero todas fueron deshechas con la voluntad férrea que ella poseía. Así, fueron desandando y limpiando el camino desde la casa hasta su punto original, allá donde todo comenzaba a conducir hacia ella, pero, entonces, descubrió algo insospechado: ese no era un sendero único, no todo empezaba ni acaba en él, no había un solo principio ni un solo final, desde ese camino se bifurcaban infinitas rutas nuevas que conducían a lugares desconocidos.
Giró su mirada atónita hacía el paseante de ojos azules y entonces comprendió que él lo había sabido en todo momento. Tal vez era el momento de dejar aquella casita al final del camino empedrado, su farolito azul y su silla de anea para explorar aquellos otros senderos, tal vez allí se encontraban sus respuestas, tal vez el amor no tenía que volver de ningún lugar porque habitaba dentro de ella… El mensajero sólo necesitó pronunciar: -“no tengas miedo, la luz de la luna seguirá acompañándote por cualquiera de los caminos que tomes y el sol continuará regalándote su calor. Busca y hallarás, camina y te encontrarás”- y ella adivinó que la esencia de su príncipe también la había estado esperando a ella durante años, encarnada en otros caminos, en otros ojos, en otros caminantes.
Cristina Serna
4 comentarios:
Este es un hermoso regalo que me apetecía compartir con vosotros, para todos/as aquellos/as que permanecen sentados mientras su camino sigue lleno de piedras. Gracias Cristina.
Espero también que leer este cuento os anime a mandarme todas esas cosas que mantenéis ocultas y que estoy seguro que, como a mi, le encantaría que compartieséis a la gente que visita este blog
Es un placer compartir y sentirse escuchado, más aún si al mismo tiempo tus palabras pueden servir a otras personas. Gracias a ti por regalarme este espacio, por escuchar, por compartir y por inspirar tan bellos caminos...
Es curioso, hace unos minutos estaba pensando que llevo mucho tiempo parada, que me escondo detrás del trabajo y que tal vez, sin darme cuenta, mi vida se paró hace tiempo. Tu cuento ha sido muy oportuno. Gracias Cristina
la verdad es que antes de buscar un o esperar aun principe azul, tenemos que sentirnos comoletas, princesas, abiertas, libres.
entoces entiendes que no hay principe que te rezate, y no va venir en un caballo, ni va ganar tu amor por arte de magia.
Asi que hay que quitar todo lo que turmenta la mente y enocntara el equilibrio que no llega si no esta en estado de espera.
y entoces si llegara un amor a tu vida no sé si va hacer un principe azul o simplemente un ser humano, que traiga ilusion a tu vida para iniciar nuevos proyectos y os hagan crezer desde el sentiniento.
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